©Jaime Alejandre 1998.
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Jaime Alejandre
LOS HEROES FATALES
A Luis Felipe Barrio,
por las muertes acechadas
y el futuro a compartir
¿Frente a qué cuadro y qué
música de fondo, con qué
libro entreabierto en la mesilla,
después de qué película,
bajo qué cenizas del amor?,
cuando vayas -como irás-
hacia la muerte.
¿Qué última palabra, y qué recuerdo
abrasando tus pupilas,
doliéndote en la lengua qué
gesto, asombro o pena,
en qué estación, bajo qué luz?
cuando vayas -como irás-
hacia la muerte.
¿Qué ojos mirándote y qué manos
para darte un consuelo que no llega,
qué dureza de sábana lavada y qué
calor de cuerpo aún desnudo,
qué espejo para el postrer despido?,
cuando vayas -como irás-
hacia la muerte.
¿Qué lluvia, con qué beso y qué
remordimiento aún encendido,
qué soledad, qué compañía o verso,
al pie de qué animal, qué armas,
en mármol, bajo qué tierra sin nombre,
qué fecha podrá allí acompañarte
y qué importancia absurda?
cuando vayas -como irás-
y ya no vuelvas.
LOS HEROES FATALES
A Roko, por la vehemencia
Un hombre, allí, se ha suicidado,
en cualquier parte, a cualquier hora,
un Picasso, un Baudelaire, Caín o Abel.
Se ha quedado en el camino,
se ha atravesado como un río
a veces deja un rastro de tristeza
que nadie puede navegar.
Y uno se queda: al borde de la orilla,
al mismo borde de unos labios
que nunca más dirán te amo o tengo frío,
solo, efímero humo de sí mismo
tejiendo un breve lapso
de vida o de suicidio.
Los años han pasado y una ruina
sin tregua ni piedad se vino
a vivir a tus estancias
poblándolas de arañas y de polvo.
Los muebles apilados y cubiertos
de sábanas y olvido esperan
que lleguen sin ternura aquellos hombres
que tasan lo que ven sin comprenderlo.
Barricadas de lienzos que han crecido
aún más al descolgarse;
manifestaciones de consolas que perdieron
cada vez más sus dorados
según por la escalera descendían.
Desnudos salones saqueados
por la subasta que se viene.
Techos despojados de sus lámparas
mostrando agujeros para ratas;
ladrillos lamentables llorando sus estucos
desconchados sostenidos
por basamentos corroídos ya por la polilla.
Todo blasón caído, todo misterio
apartado en un rincón; numerados abanicos,
cucharas de plata fríamente hoy clasificadas.
Mudanza todo y tasación, palabra inconmovible
que resuena "¿quién da más?"
Y tú en la puerta oscura viendo
pasar por otras manos lo que es tuyo
y la ruina devoró; pensando
"¡qué brutalidad sin nombre... mas,
para el amateur coleccionista,
qué importa un camposanto más o menos".
En la esquina:
porque van y vienen
desorientadas multitudes,
muchedumbres que vagan sin buscar;
porque el viento dobla y pasa
y nunca permanece y
por lo tanto no abandona
su frío testimonio de tristeza.
En la esquina. Y en el centro
exacto de la noche y el desierto
hormigonado de la calle
viendo volúmenes sin rostro
que pasan y nunca dejan huella.
Tumbada como un fusilado
reciente, caliente todavía,
yaces sin fuerza, ojos abiertos
y labios que aprendieron la palabra
y la dicen sin violencia de memoria
como el penúltimo
gemido de los muertos.
Como un portaaviones herido
singlas la noche de costado
y un chirriar de fibras
de metal que se retuercen
ahoga la angustia de tus ojos.
Como un portaaviones herido
por la amura del amor
no tengo a donde ir
y asomada al olvido me entretengo
en torturar mi frente con espinas
y leo como quien abdica o quien renuncia
y sin embargo aún es de noche y hay que andar
con las manos laceradas que,
brutales como labios que aprendieron
la palabra y se niegan a decirla,
mi cuerpo ayer poblaron
dejando una memoria que va y viene
y nunca acaba de pasar.
La noche es una fría nave que ha zarpado.
Abandonada, oscura, ferviente ruina intensa,
dormita cadavérica la calle en su silencio,
cruelmente desierta. La noche es una fría
nave que ha zarpado, donde una luna negra
de crines desbocadas un cuerpo joven busca
y quiere helar su sangre con un cruel pinchazo.
La noche es una fría nave que naufraga en
tu frente atormentada, violento mar de escollos.
Tu cuerpo está vencido, arrojado como un trapo,
tirado en el camino. Anuncios luminosos
repiten las señales y a trozos te iluminan,
radiantes y orgullosos, y crean por lo tanto
en tu derrota inútil sombras sin saberlo.
Cachorro tú, indefenso, te dueles en el brazo,
te pinchas en los ojos porque hay una aduana
hipodérmica en el viaje que a trazar sin voluntad
el tiempo te ha obligado. Y tú singlas la noche,
tú crees navegar recodos que no existen,
y remas con tristeza hacia nunca fieles costas
donde arterias deshojadas supuran blanca sangre.
Esquivo hasta tu aliento de títere tirado y
te veo algo homicida, y me espanta tu valor
y agacho la cabeza por no encontrar tu rostro
que insulta, sin embargo: alfeñique miserable,
guiñol o marioneta caído de tus cuerdas,
grotesco maniquí, arlequín amargo,
payaso sin careta, triste prostituta
de maquillajes limpia, puzzle de ti mismo
sin manos ni silencios que ofrezcan soluciones
al vértigo del juego arriesgado de tu vida.
Absurdo montón de piezas eres.
El niño que camina y busca
el ignorado escaparate,
al margen corretea de presagios,
no sospecha que en la esquina
habrá un seco tiroteo, habrá un impacto,
una bala sin nombre y a dextrorsum
rebanando el aire como un grito
espeluznante a mil metros
por segundo
sin ganas, no obstante, de ir muy lejos,
dispuesta a detenerse, a descansar hastiada
en tus riñones cuando des
una última zancada de inocencia
sobre los dibujos de tiza en la calzada.
Papel quemado, se doblará tu cuerpo
y tu sonrisa adolescente pondrá un gesto,
no digo de dolor, sino de asombro,
la mueca
del que recuerda algo de repente...
Réquiem
Si fuera ayer la pena testimonio,
y unas alas sin cadenas tinta fueran,
escribirte un verso apenas luz sería,
mas tu sangre fue marcada
con dura la etiqueta
no ya por la hepatitis
B sino por SIDA y
tus ojos se hicieron como un charco
que niños sin cuidado, festivos, pisotean,
y las pecas de tus manos tiernas antes
te duelen cual cutánea micosis,
y las ingles se te hincharon en tan duros
ganglios que el cansancio fue testículo
y tu muerte
el más cruel testimonio de la vida.
qué ruina irreparable en el rincón
ajeno de las almas los gusanos
crecen y prosperan nacer vivir y todo
para ser una furtiva memoria ya pasada
La casa de la luz
Si ahora soy un tren apresurado
cargado de febriles intenciones,
pasajero de la urgencia y la alegría,
abordado por amores intangibles,
pronto seré un silbido sordo
perdiéndose a lo lejos, muerto al cabo,
sin más para dejaros que el olvido
en la niebla irremisible de mis versos...
Cuando al fin yo, que no estuve
nunca, deje de ser vuestras heridas,
no habrá más que una vegetal nostalgia
invocando el olvido a voz en grito.
Cuando al fin no esté no habrá
más que un rescoldo pronto frío, nada
más que una sombra ausencia,
hueco del que fui y que nunca he sido.
La noticia te llegó como si nada,
un día cualquiera carente de estandartes.
Descolgaste el teléfono y tu asombro
no pudo dar calor a la estadística
voz que abrió tu pecho inútilmente.
Y tú miraste el aire en cada esquina
volverse y silbar como si nada.
La noticia te llegó sin fuerza alguna,
dejándose caer como un ahorcado
lento, tú apenas dijiste: "¡vaya cosa!".
Pues el día aún era el mismo y casi
seguro que la tarde no traería
sorpresas ni lloviznas en las manos
ahogando tu esperanza ya sin fuerza alguna.
La noticia te dolió como un pinchazo
breve y puntual que pronto olvidas,
y enseguida comprendiste que así todo
sin cambios fluiría, sin violencia:
que no iba a haber un armisticio
ni el otoño, de repente, antes de tiempo
se precipitaría azul, como un pinchazo.
No, el otoño llegaría a su hora exacta
-esa hora que tú ya no verías-.
La prisa y, más aún, la urgencia
quiso arañarte las costillas
con un picor que fuera un "me arrepiento"
y un vértigo veloz por más vivir.
Pero no, pues aún eras tú mismo,
sin rostro, un hombre gris.
Tan sólo abandonaste -no hay dolor-
la boda, los proyectos y hasta el hijo
que nunca tu nombre llevaría,
el viaje no iniciado, la palabra
abierta en verso y alma. Sólo
torpes dejaste que fluyeran
sin fuerza ya los días y las horas,
las pocas horas, los escasos días
que el teléfono diagnosticó a tu vida
hasta que el cáncer de piel, tumor maligno,
te hubiera devorado sin remedio.
De repente, era otra la mañana.
Sábado como si lunes.
La luz no era la misma,
ni a sesenta minutos de existencia
podía llamar hora, sino prisa,
una prisa irrevocable, dura urgencia
por cobrar el cheque en blanco de la vida.
Tan sólo por hacer un gesto irónico
anécdota que fuera recordada,
miré la agenda y sonreí: proyectos.
Luego el listín de direcciones: cartas
ya no escritas, llamadas, sí, pendientes.
Decidí esperar y resignarme viendo,
en la pantalla azul de ordenador,
países, nombres extraños sin quererlo,
hombres que nunca había amado.
Pensé ser feliz como si nada;
o hacerme el amargado;
o fingir, falsa, la entereza,
callar y contener; sí, escuchar
algún mensaje; o darme a las pasiones
bajas; hacerme un ermitaño...
Nada hice , sin embargo. A mí me dije:
"Pasearé mirando aquella verja
por vez última preguntándo
me sin ganas lo que ya nunca sabré:
si mañana será un día de lluvia.
Saludaré, sin que ellos lo adivinen,
por postrera vez a los que pasan.
-Al cabo, ¡a quién le importa!-.
Alcanzaré el espejo
cuando la hora haya llegado,
y aún seré el mismo a este lado,
ojeroso y despeinado
el anticipo de un cadáver.
Crispará el corte mi rostro,
agarraré mi pecho hiriéndolo con uñas,
la carne vuelta al cielo ya,
blanda como el caos.
Lentamente me escurriré
de mí mismo y del espejo,
y cuando al fin huya por su marco
nada habrá pasado
sino que no seré yo mismo,
muerto, seré ya otra persona.
Terrible del silencio la tensión,
anida sin ternura en la desierta
región de tu memoria un solo ave.
Las hiedras de la niebla del olvido
furtivas por tus ojos han subido
y el musgo del no ser halla en la fría,
lacerante humedad de tus estancias
hogar donde crecer como el sargazo
que tus pies detiene hoy en la huella
exacta del paso que ayer dieras.
No hay pasado atrás sino un abismo
insondable donde el vértigo acelera
la muerte a cada instante, los segundos.
Al borde del aire se ha quebrado
el vaso de cristal de los recuerdos.
Tan sólo un precipicio ahora te queda
de oscuras sensaciones y misterios.
Empujado al porvenir sin más remedio
que forjar tu propia infancia,
te dejarás caer sobre la imagen
de ti desconocida en el recuerdo.
Eres tú, sin ser tú mismo, un hueco
de angustia y de humedad
que empapa el corazón de una agonía
sin nombre, sin pasado, sin recuerdo,
y como tú: sin realidad,
tan sólo con deseo.
.
Pequeña fue la muerte incómoda,
no ya porque detuvo el tráfico,
más bien porque era el término
finito de un sumatorio estúpido,
y de todos modos algo sólida,
eficaz como una dársena
que el mar detiene insólito
y nos deja [en un recóndito
resquicio de aire último
del existir tan sórdido
en que eres sólo lágrima,
ni apenas fueras náufrago,
mas resto, sombra, légamo]
huella de tristeza cálida,
la que en la mano el pájaro
de la inocencia te grabara tímido,
sólo para tú saberte efímero,
huidizo, fugaz cual rayo pálido
que un segundo alumbra y que ridículo
después desaparece del inhóspito
paisaje siempre que al vértigo
te empuja, tan intrépido,
y muerto, sin embargo.
Me aniquilo en tu ausencia de ojos tiernos
y desamparo el alma sin remedio.
Acribillo hasta la última esperanza,
arrojo los despojos
de mi cuerpo a un túnel
donde toda miseria halla consuelo,
igual, descanso, asolación y el devastado
sentimiento de mi muerte,
más triste aún, o más cruel
que habría llegado bruta, imprevisible,
la sórdida, la absurda, la mezquina
hora de mi vejez. La del derrumbe.
(A Coro)
Le vaciaron el cuerpo.
Un hueco solo, espeluznante, le dejaron;
tan solo que espantaba apenas verlo.
Cercenaron sus pechos y la fútil
calidez de su útero hubo
de quedarse -luna huérfana
del frío- sin hogar
donde crecer ni campo
donde presentar batalla última
o primera, cansada aunque dijera
'no', negándose a partir
a lado alguno con la voz
anegada en sucia sangre.
Las noches de mi cuarto cruzan fríos
espejos que tú una vez poblaras.
Mortifican aún tus ojos a los míos;
los míos buscan paz, los tuyos quieren
agarrarse aún sin fuerza ante nosotros
que sólo angustia vimos en tu esfuerzo.
Porque hicieron un hueco,
sabedlo, de su cuerpo,
un hueco solo, una extensión
desierta de la nada.
Ya no se ve el futuro, a dentelladas
el tiempo lo partió en diez mil olvidos.
Ya no se ve el futuro pues plantaron
un agrio rascacielos justo enfrente
del dulce porvenir, la dicha
gozosa, el horizonte y
sólo hierros retorcidos, sólo duras
extensiones de la ruina
salpican de agonía ese futuro
que ya no puedo ver, ciego he quedado y
tan solo siempre estoy
que me asusto de mí mismo y la desierta
región de la memoria que habré sido
si el espanto de inédito asesina
la huella que nunca dejará mi verso,
la calidez nonata de una mano
que guardó en silencio sus palabras.
Ayer tuve una fiebre extraordinaria;
mi cuerpo era un ovillo atormentado
que un gato imprevisible magulló.
Dentelladas en la frente me eran dadas
por brutas sinusitis que voraces
ponían malos sueños en mis ojos.
Tubos de vinilo recorrían
la blanca extensión tersa de la sábana.
El frío monitor cantaba
a exactos períodos invariables
el tic de mis latidos contundentes.
Hipodérmicamente el brazo herido,
drogado por el plasma y por el aire
que a bocanadas entra en mis pulmones
indefensos, inermes, obligados
a respirar sin más remedio.
Qué absurdo continuar este calvario,
forzado a andar, mas sin moverme,
con sólo la conciencia de los sueños
y breve la mirada a la enfermera
con ojos quietos e involuntaria-
mente abiertos, mudos, muertos.
Si al menos alcanzara con mi mano
el triste interruptor que me mantiene
en pie (sin dar batalla)
siguiendo una agonía tan grotesca
de pelele y marioneta por los hilos...
Si al menos alcanzara con mis dedos,
volvería el silencio, el sueño exacto
de la eutanásica oscuridad sin nombre,
y la paz de no saber ni haber memoria,
la de ser sólo un segundo
repetido hasta el espanto sin finales...
mas me estruja el cerebro mansamente
el eco puntual, meticuloso,
voraz que en alta voz repite
la asquerosa contundencia del latido,
la empecinada terquedad de mi existencia.
Cuando el cielo sea un charco
tan turbio que dé náuseas.
y haya un barrendero en cada esquina
afilando de miseria su güadaña,
aproando su barca de agonía...
qué quedará entonces
de aquella juventud postrera
cuando efervescente en uno crece
la prodigiosa idea
de la propia inconsistencia;
la meticulosa idea
de la erosión fatal del tiempo;
la bochornosa idea
final de cómo anegará
-de irremisible olvido un día-
la muerte nuestra frágil,
patética existencia.
Ahogado de sopor en un camino
letal donde las formas se alucinan,
colores se abigarran y mi rostro
empieza a derretirse en su sudor,
mis ojos de metilo ya consumen
el brillo azul, su espanto y el reflejo.
Mis manos terremoto pordioseras
tiritan y mi estómago de trapo
la angustia de mi boca en mueca horrible
retuerce o desfigura mi pasado.
Hay veces, muchas veces, que he bebido
la luna con su noche, un sólo trago
borracha mis presencias, hallo entonces
cerrando el porvenir, la plaza o calle,
cerrando el féretro imprevisto, amada
la imagen de mi ser desconocido.
Y a veces, muchas veces, lo derribo,
su muerte se me adentra por mi muerte,
su peso es mi materia y me derriba
andando un porvenir algo homicida.
Mi propia trayectoria, como un necio
de alcohólicos vapores invadido,
me finjo describir, mas llegan luego
-precisa lucidez de las mañanas-
resacas enigmáticas quebrando,
mi débil resistencia, mi cerebro
a exactos martillazos, las meninges
en bruma convirtiendo, y perforando
el tímpano imposible del parado.
Clara videncia al fin a mi alma llega
del alba en la elocuente niebla envuelta,
caótica y tan blanda que hace daño:
ya sé que hay algo o alguien que ha llevado
mi túrbida existencia por derrotas
perdidas sobre el mar de mi miseria.
Quizás fue el enemigo, el que mis pasos
detuvo, el que me okupa el porvenir
frustrado cuando, absurdo, creí que iba
trazando mi camino yo, el borracho
que eterno quiso ser, y que hoy caduco
descubre que no fue más que otro huésped.
Efímera es la ruina, intensa la miseria,
escombro el porvenir. Interino futuro:
deshilachan el cielo jets fugaces
y tú eres peregrino de ti mismo,
inconstante pasajero, agua voluble.
Cuando joven creíste con tu carne
dar vida a los objetos que tocabas.
Mas todo lo que amaste, sin dejarte
nada, huía. En ti creciendo fue la idea
de la muerte, tu propia fluidez,
la idea de que un día, igual que aquellos
que amaste y no pudiste retener,
partirías de ti en la inexorable
singladura al exilio de tu cuerpo,
cuerpo en pena y alma hecho periplo,
hégira, destierro, diáspora
sin fin, mar sin orilla y Odiseo
sin Calypso. Ahora, con la angustia
inevitable de los días
que han pasado sin remedio,
la boca encharcada en sangre, dices:
¡basta ya de escombros y de ruinas
intensas, de huesos y reliquias!,
¡basta de avalanchas y blasones
falsos, de derrumbes y sarcófagos!
Mas, todo entorno tuyo hastío,
nada le da tregua a tu crepúsculo
sin dioses, ni labios en la noche,
nadie, no, descansa tu pupila
de la demoledora vista siempre
de la muerte.
De repente el día
ya era otro,
porque el día era el transcurso
mimético, aburrido de las horas,
la vida un sumatorio gris de actos
teatrales inconclusos.
Porque no hay sino dolor. Queremos
a un compañero, a una mujer,
se hacen tan nuestros
que apenas distinguimos
espacios de aire entre la carne
común y enfebrecida y
de repente un día
ya es otro,
no aquel amor que dio fuerza a tu vida,
sino sólo un cuerpo inerte
que no podremos levantar, ponerlo
a andar, devolverle su calor
o el que nosotros pusimos en su vientre.
Me he sentado. He visto
la mañana, las azules
colinas. He cerrado
los ojos y aunque he visto
a dios
he muerto solo.
LOS GUERREROS DE TERRACOTA
A Elena, por/venir
The Last Frontier
Se extiende tras de mí el despojo
de la última frontera, apenas queda
helado septentrión para guiarme,
siete estrellas y el sol de medianoche.
Volver ya no es posible -nunca ha sido
posible regresar, lo sé, pero repito-,
volver ya no es posible, koyukuks
han seguido el rastro de mi sangre.
Si fuera razonable pararía, "no más
taiga", sentado en una roca
esperaría la llegada de la muerte. He
soportado el concienzudo
asedio del deseo en estos años
de silencio y abandono, hoy no
claudicaré, aunque hayan muerto todos,
los breves compañeros del marasmo
en que ha de convertirse esta aventura.
Después seréis eternos, camaradas, cuando al fin
os alcance bajo tierra y soportemos
unánimes y juntos
las lluvias que no disfrutaremos,
los orines que sobre el despojo del vencido
el enemigo deja siempre. Hoy no
claudicaré, aunque te haya, muerte,
tenido en mi camastro de campaña
todas estas noches nunca oscuras,
dejándome la tibia
huella de tu cuerpo.
Y el corazón se llena de silencio.
Pero no he de detenerme, ¿para qué?,
seguiré andando, aunque me vista
despacio y alargue las madrugadas lentas,
sepa que me alcanzará la muerte
agachado abrochándome, tal vez, esta polaina.
No me detendré, repugna al Capitán
[que en mi pecho habita todavía]
el cansancio, la desesperanza, la agonía
anticipadas. Llegue cuando llegue
la muerte -en brazos de una amante, en
las hachas de guerra de koyukuks, en
las garras del oso de los hielos, en
la grieta abierta, inesperada, en el glaciar-,
me alcanzará mirando al Norte,
andando, con una irónica sonrisa,
la que dice:
"no tengo prisa ya,
pero sí frío..."
La carga de Varsovia
Alcanzados ya los arrabales del Imperio
que habría de defender, como Alejandro,
detengo mi caballo en la colina,
el lento discurrir de esta imprevista
lluvia me devuelve mi pasado.
En el breve instante en que dispongo
mi alma para alcanzar la muerte,
pasan por mis ojos las hazañas
que tuve, inexorable, que llevar
a cabo como el otoño no
puede sino seguir siempre al verano.
La victoria en Pálamos diviso como
si no hubieran pasado cinco lustros,
la boda con Agranta, el nacimiento
del hijo que nada heredará
más que memoria, estatuas y tratados
de historia prestos al olvido.
Por mis ojos también pasa
la danza del regreso con las sienes
cubiertas de azahares y los lomos
de las caballerizas repletos de oro
y seda, vano triunfo que el que palpa
considera unánime y real. Mas no,
es otra la verdad, diversa y nunca
nadie podrá atraparla en mí,
y en mis pupilas quedará apresada ya
por dos mil siglos que aquí callo...
llego al último pasaje de mi vida,
es el presente, la llovizna me devuelve
a la derrota, veo el puente ardido,
la destrozada casamata, y una carga
imparable de enemigos que a mí vienen.
Al fin yo mismo me acompaño; en epitafio
apenas el colbac y la casaca
negra agujereada ya de aquel
que quiso un día ser dragón
de Brissac, o coraceros, y hoy
no fue sino el Húsar de la Muerte.
Hacia ella voy.
Giovanni Segantini. "Las Malas Madres". Oleo
¡Ay, si sólo fueras lienzo
y no el presente hastío
que en el vientre me duele como pena!
¡Ay, si sólo fueras aire,
aunque molesto, y no esos ojos,
esas manos de agua casi
que suplican tiernamente,
esos ojos que imploran sin saberlo
y acaso no son ojos sino lágrimas,
dos gotas de un ámbar tan puro
que mi mano no pueda dañarlas!
¡Ay, si tu silencio
palabra se volviera y pronunciases
seguro un porvenir
de claros días sin tristeza!
¡Si aquel hombre, uno cualquiera,
me jurara que en mi cuerpo,
enhiesto como hiedra, Luis Cernuda
arraiga y no un suicida absurdo, y no una copia
cruel, exacta de mí misma, y no un tirano,
y no un hombre extraviado en el asco de vivir
que yo he sufrido!
¡Ay, si tú pudieras no ser mío
estando en mis entrañas
y no llevar la herencia sórdida,
grotesca y anodina de mi sangre
sucia y rota!
¡Ay, si yo pudiera no escuchar
tan claro y contundente tu latido
dulcísimo, preciso, puntual y alborotado!
¡Qué fácil sería entonces despertar
después de un cruel pinchazo
y no sentir tu llanto en el silencio,
y no sentir dolor en tu anestesia,
y no sentir tu hueco sino alivio!
Y como quien arroja a un mar
de olvido y mezquindad un mal presagio,
una nostalgia
perdida para siempre,
un lento sueño que se desvanece,
no sufrir la dentellada
de un remordimiento breve,
pequeño, casi imperceptible,
exangüe como un cuerpo
que indefenso y vivo, sin embargo,
se arroja a la basura.
Ibsen. Los Espectros
En la blanca sorda habitación
espíritus sin nombre, mentes
que huyeron de la frente vuelan,
rebotan, se tambalean, dudan,
caen.
Un hombre, perdón, si quiera un trapo
que triste sobre el suelo ni respira,
fija sus ojos sin quererlo,
esos ojos de paja, en una esquina.
Atrás, en una cuna, hay un estorbo,
un guiñapo que da vueltas a los dedos
torpemente ensimismado,
que a veces calla horas como muerto
y a veces escupe unos bramidos
de puñal doliendo como partos.
Abajo, la columna mantenida
sobre el frío vapor de húmeda tierra
donde vueltas dan varios fantasmas
de sí mismos, nostalgias de un pasado
que fueron y ahora ignoran.
Dando vueltas con la mente en blanco
siempre en un sentido irrevocable,
desgastando un suelo que,
resurrecto Prometeo,
les crece cada noche y nunca acaba.
A un lado, babeante, con ojos boquiabiertos,
palpa otra marioneta los cristales
viendo en su nada dos senos de mujer.
Afuera el parque oscuro,
entre las ramas preso un sol opaco,
allí tú que aún sospechas
las taras que heredaste de tu padre
y miras en ti primaverar
todo un pasado agónico no tuyo.
Así en tu silla de ruedas (limitando
el mundo a un par de pasos necios)
estiras con torpeza el brazo hacia ese sol
que nunca alcanzarás...
... muerto de asco, de fastidio,
de hastío y soledad, mirando el cielo,
entreabierta la boca sin palabras,
mórbido, sin expresión el rostro,
abiertos los ojos, apagados,
desplomada la cruel masa del cuerpo,
distendidos, blandos, sin memoria
sus músculos y esa sonrisa
estúpida pidiendo el sol, el sol...
repitiendo estas palabras
sin sol, y sin sentido.
El desierto nos separa. Como un caos.
Somos náufragos que vagan sin salida,
gritándose y buscándose en la arena,
la confusión brutal de tanta arena.
Alguna vez se acercan nuestras voces
y creemos jubilosos que en la duna
que se viene estará el otro, y
de repente se alejan los sonidos
como se pierde un espejismo y sin remedio
se separan las mil sendas de la arena.
Uno, sin saberlo, ya camina
hacia la costa, el grácil mar,
la humedad litoral donde se encuentran
la salvación, la sombra y el descanso,
una mujer acaso, acaso un verso.
El otro camina dando tumbos,
imprevisibles círculos describe
hacia el desierto, hacia ese centro
mismo del desierto donde
nada hay más que arena y sed,
y viento y noche, silencio y extravío,
angustia y confusión.
Por ahora aún nuestra senda caminamos
gritándonos sin encontrarnos.
Apenas nos oímos y quizás
no esté lejano el día en que perdidos
en este gran desierto
que siempre nos separa,
se alejen por fin nuestros caminos
imprevisible, irremediablemente,
aunque sin penas, testigos,
cataclismos ni catástrofes.
Pero cuando ya casi no oigamos
- tras las altas dunas, las murallas
inexpugnables y de arena
de nuestros propios cuerpos -
la voz del otro, nos sintamos
solos y sin agua, cuando
sepamos que el camino
está ahí y hay que seguirlo...
aún ninguno
de los dos sabrá
si camina hacia la mar
o hacia el desierto...
(A J.M. Caballero Bonald)
Descrédito del Héroe
Los voluntarios van hacia la gloria
incierta de un futuro memorable,
un porvenir de rosas que se torna
al borde de la guerra en agonía.
Desfilan -marionetas tristes- juntos
los dos que antaño fueran cual veleros,
blanquísimos pañuelos de pureza.
El rostro aún no marchito, se sonríen
y heroicos en la lucha sueñan todavía.
Luego vendrá el sol anegando
con su ciego resplandor la sangre
y cualquiera a salvo cantará:
"han caído los dos, soldados y homicidas,
los que ayer fueran dos naves
que a la deriva surcaran la alegría,
y hoy tan sólo son dos muecas",
tan brutales que la muerte huyó asustada
dejando tras de sí un reguero acre
de llanto, y sangre, y nada.
Los voluntarios van, tan puros, a la muerte,
jóvenes promesas de un futuro ya quebrado.
Los voluntarios van, sin miedo, hacia la muerte
como si a un baile de disfraces fueran,
y tras la noche nada hubiera, no, cambiado.
Los voluntarios van -no vuelven- a la muerte
porque todos hoy son ya lo mismo:
ganadores, perdedores, bellos, feos,
héroes, cobardes, jóvenes o viejos,
tontos, listos, son una sola cosa:
idéntica expresión de lodo y tierra,
de polvo y de ceniza, y sombra, y nada.
A la común fosa del tiempo
tu cuerpo de animal veré herido caer.
Antes de que mueras ya tu sangre
será un coágulo violento y aun después
de que haya tu hálito quebrado
el silencio del último estertor,
se te oxidarán las células y harán
cortocircuito tus neuronas,
de orín crepitará el cabello,
astilladas te han de doler las venas,
las manos encharcadas en urea
y los ojos, antes siempre de tu fin,
amoníaco llorarán hacia el olvido.
Despojo tú serás, y pútrida presencia,
inane testimonio del fracaso.
... y tras la ruina, el caos
sórdido del tiempo y su miseria
estaba Dios.
Sentado y quizás un poco ausente,
sus ojos en la tierra devastada
como un inspector de hacienda tierno,
como un empresario en quiebra o suspensión
de pagos desolados, paisajes de la muerte,
o valles, cordilleras, cracks violentos,
o el desierto porvenir truncado,
las nulas esperanzas
de vida en la estadística.
También las extensiones
de muertos esteparios,
fríos muertos aún sangrando y tierra
apelmazada hasta el espanto
que deja sólo huella, o no,
tan sólo el aire, que es ceniza,
apenas humo o sombra, nada.
Por todas partes ojos bombardeados,
huérfanos y secos sin hogares,
ausentes de recuerdos y aun de olvidos,
corazones de napalm, carne de viernes,
el cielo enrojecido brutalmente,
el agua embalsamada y túnel todo,
hasta la noche oscura, y sin motivo,
o el náufrago esperpento de los niños
gritando que se ahogan
cuando hay una violenta
retirada de vencidos, una huida
precipitándose en desorden a la nada
cubiertos de derrota, de fatiga,
rehenes, prisioneros, detenidos,
maniatados a la muerte y a la sombra,
formando entre soldados o alaridos,
duros cascos y étnicas limpiezas,
fugitivos, traidores donde lucen
no previstas formas de agonía,
holocaustos silenciosos
de fuego y de metal, torturas,
caballos desbocados sin jinete en
poco literario apocalipsis,
sin éxodos, diásporas,
periplos, odiseas
para huir del bruto, del final
Suceso que no dará artículo a la prensa,
ni a satélites, corresponsales, vídeos
domésticos dará oportunidades,
pulitzers, vergüenza ni asco o tiempo
para captar, retransmitir
la ruina, el caos
sórdido del tiempo y su miseria
tras lo cual apenas habrá un hueco,
la asfixiante patria del vacío,
desapacible, el territorio de la nada.
La muerte juega
Ni habrá otra permanencia
que este verso vano y fútil
de transitoriedad herido,
ni la muerte
-desprovista de otros pasos-
dejará profundas huellas
que te inviten a volver;
Como esas estaciones
de tren abandonadas,
seducirá un día a los niños
marchitos brutamente,
sus cuerpos dos estigmas
largos serán, nunca alcanzadas
vías duendes que
-una vez
anidaron en tu pecho desconsuelos,
y lo poblaron de semillas
desoladas, muertas, tristes, rotas,
vencidas o desvencijadas
de angustia o agonía y,
por supuesto, espanto-
ya no te dejarán escapatoria.
No podrán llevarte a parte alguna,
no habrá puerta de emergencia, ni salida
no guardada por las armas
capaz de preservarte en la memoria.
Ya sé que escribes para nada,
para ser olvido antes de ser,
pues ser no vas a ser
sino olvido, no recuerdo
-no es cierto que perdure
lo que fundan los poetas.
Y es expandirse lo que importa, compartir.
Después llegará el día en que recojas
frutos rojos en países
y latitudes nunca holladas.
Verás tu nombre escrito con tus versos,
con tus mismos versos olvidados, ésos
que apenas ya recuerdas y que, lejos
de inmortal hacerte un día,
lo que te están haciendo es viejo.
La muerte ha secado tu boca con sus besos
como golpes, o cadalso improvisado, tú cayendo.
Rotundo luego hallé tu cuerpo hundido,
hundido entre las algas que tus ojos se llevaron,
hundido en un oscuro porvenir nunca antes visto,
hundido boca abajo meditabas, eternamente ya.
La muerte ha secado tus labios sin piedad,
subió, hiedra furtiva, por tus manos
y el vértigo se enamoró de tus arterias,
tomó tu aliento y lo quebró, y tú cayendo.
Tu edad de carrusel fue un sólo giro,
aquel donde la luz
desaparece y nunca hay risas
que anuncien -tú cayendo- "esto era un sueño",
sino apenas la exacta, valiente certidumbre
con que el latido deja al fin de ser la vida
y brinda al sol para que todo sea ya pasado.
Un hombre está diciendo adiós a tantas
cosas, que no cabrán en su sarcófago.
No impone disciplinas a sus gestos,
que no serán mañana, y sí pasado.
El sol que va poniéndose clausura
la absurda obstinación de algunos hechos:
la empecinada frescura de la noche,
la irreverencia de las ramas de árboles
cargados con los frutos del amor,
la insumisión de piel adolescente.
Pero el hombre va diciendo adiós.
Sus ojos no suplican, y ni lloran,
escépticos de asombro ante la huida
del tiempo por rendijas que en la carne
fue dejándole el amor. Tan sólo eso
nos da el amor: motivo al desaliento,
heridas invisibles por donde la muerte un día
clavará un cuchillo de premura.
Un hombre está callado adiós diciendo:
a un recodo que sólo a él responde
un guiño tal que nadie adivinara,
a un muchacho con tirantes y con prisa
que le recuerda su propia infancia absurda.
Con el gesto ridículo del héroe
o el verso sólo que el poema expolia,
así, diciendo adiós va el hombre abierto
por un canal de luz, no dolorosa,
altiva o blanca, sino tal vez de sucio
chorro enigmático de sangre coagulada.
Atónitos sus hijos creen que olvida
las cosas que suceden y los nombres,
pues ellos ven al padre en el paisaje
tangible de las horas que transcurren.
Mas otra es, sin embargo, ya su estancia,
y triste se detiene en los recuerdos
que son el territorio al que se ase.
Muy lentamente vienen dando vueltas
confusas que a mortales turbarían,
nunca al hombre que en línea recta vira
y aproa, al fin, la muerte sin consuelo,
sin paz, sin compañía, sin motivo.
Tu vida es un fracaso, es un reloj
que ahogando en la muñeca duele siempre
la esperanza, el respiro, la garganta.
La cama es mausoleo anticipado
que absurdo compartes con un cuerpo
yaciente, olvidado como mueble,
un cuerpo que a veces solicitas,
un cuerpo que a veces ni saludas.
La calle sin catástrofes recibe
agrio, impersonal, cada mañana
un caudal de sombras viejas donde fluyes
exacto y puntual día tras día.
Como un sombrero o un maniquí derramas
tu miseria en este río degradable.
Y luego en la oficina un tecleteo
agudo y prolongado sin descanso
te lleva por las horas sin memoria
a la agonía azul sin testimonio
donde rostros sin facciones
como tú
la deriva involuntaria y bruta singlan,
la de no ser uno mismo sino un bit,
impulso que va y viene, se acelera
para al fin en olas sucias sin color
a tu hogar volver por un sólo motivo:
el no saber por qué, ni cómo, o cuándo.
Y la escalera inamovible,
la puerta siempre igual,
la mesa quieta, idéntica o los días
que repiten horas muertas sin dolor.
Y actitudes que aprendiste en Internet
saludan al regreso al cuerpo hastiado
donde una vez bebiste de sus venas
indemnes, no marchitas, no polutas.
El televisor pondrá una mueca en ti,
en tus labios casi haciendo una sonrisa
tras la cual dormirás sin preocuparte
sin resignación, ni estímulo, ni herida.
Y así durante años que olvidaste,
y la guitarra del polvo fuera pasto,
y los poemas de olvido se exiliaran
y todo fue miseria hasta la hora
en que yacerás por fin sin intermedio
el largo accidente, dios, que fue tu vida.
“Los Héroes Fatales” es una edición de poemas de Libros de Letras que comienza en el número 0 y llega hasta el presente:
Libros de Letras considera viva la poesía y no cree cerradas las obras hasta la muerte de sus autores. Queda por tanto “Los Héroes Fatales” abierto en la sucesiva realización de los ejemplares a los cambios que Jaime Alejandre quiera crear antes de desaparecer.
Libros de Letras, por su parte, se compromete a continuar la reproducción de la última escritura de los poemas mientras existan lectores y tiempo. Mientras exista el lenguaje.
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