Los héroes fatales

©Jaime Alejandre 1998.

©Ediciones Libros de Letras.

 

 

 

 

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Jaime Alejandre

 

 

 

 

LOS HEROES FATALES

 

 

 

 

 

A Luis Felipe Barrio,

por las muertes acechadas

y el futuro a compartir

 

¿Frente a qué cuadro y qué

música de fondo, con qué

libro entreabierto en la mesilla,

después de qué película,

bajo qué cenizas del amor?,

cuando vayas -como irás-

hacia la muerte.

 

¿Qué última palabra, y qué recuerdo

abrasando tus pupilas,

doliéndote en la lengua qué

gesto, asombro o pena,

en qué estación, bajo qué luz?

cuando vayas -como irás-

hacia la muerte.

 

¿Qué ojos mirándote y qué manos

para darte un consuelo que no llega,

qué dureza de sábana lavada y qué

calor de cuerpo aún desnudo,

qué espejo para el postrer despido?,

cuando vayas -como irás-

hacia la muerte.

 

¿Qué lluvia, con qué beso y qué

remordimiento aún encendido,

qué soledad, qué compañía o verso,

al pie de qué animal, qué armas,

en mármol, bajo qué tierra sin nombre,

qué fecha podrá allí acompañarte

y qué importancia absurda?

cuando vayas -como irás-

y ya no vuelvas.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

LOS HEROES FATALES

 

 

 

 

 

A Roko, por la vehemencia

 

Un hombre, allí, se ha suicidado,

en cualquier parte, a cualquier hora,

un Picasso, un Baudelaire, Caín o Abel.

Se ha quedado en el camino,

se ha atravesado como un río

a veces deja un rastro de tristeza

que nadie puede navegar.

 

Y uno se queda: al borde de la orilla,

al mismo borde de unos labios

que nunca más dirán te amo o tengo frío,

solo, efímero humo de sí mismo

tejiendo un breve lapso

de vida o de suicidio.

Los años han pasado y una ruina

sin tregua ni piedad se vino

a vivir a tus estancias

poblándolas de arañas y de polvo.

 

Los muebles apilados y cubiertos

de sábanas y olvido esperan

que lleguen sin ternura aquellos hombres

que tasan lo que ven sin comprenderlo.

Barricadas de lienzos que han crecido

aún más al descolgarse;

manifestaciones de consolas que perdieron

cada vez más sus dorados

según por la escalera descendían.

Desnudos salones saqueados

por la subasta que se viene.

Techos despojados de sus lámparas

mostrando agujeros para ratas;

ladrillos lamentables llorando sus estucos

desconchados sostenidos

por basamentos corroídos ya por la polilla.

Todo blasón caído, todo misterio

apartado en un rincón; numerados abanicos,

cucharas de plata fríamente hoy clasificadas.

Mudanza todo y tasación, palabra inconmovible

que resuena "¿quién da más?"

 

Y tú en la puerta oscura viendo

pasar por otras manos lo que es tuyo

y la ruina devoró; pensando

"¡qué brutalidad sin nombre... mas,

para el amateur coleccionista,

qué importa un camposanto más o menos".

En la esquina:

porque van y vienen

desorientadas multitudes,

muchedumbres que vagan sin buscar;

porque el viento dobla y pasa

y nunca permanece y

por lo tanto no abandona

su frío testimonio de tristeza.

 

En la esquina. Y en el centro

exacto de la noche y el desierto

hormigonado de la calle

viendo volúmenes sin rostro

que pasan y nunca dejan huella.

 

Tumbada como un fusilado

reciente, caliente todavía,

yaces sin fuerza, ojos abiertos

y labios que aprendieron la palabra

y la dicen sin violencia de memoria

como el penúltimo

gemido de los muertos.

 

Como un portaaviones herido

singlas la noche de costado

y un chirriar de fibras

de metal que se retuercen

ahoga la angustia de tus ojos.

 

Como un portaaviones herido

por la amura del amor

no tengo a donde ir

y asomada al olvido me entretengo

en torturar mi frente con espinas

y leo como quien abdica o quien renuncia

y sin embargo aún es de noche y hay que andar

 

con las manos laceradas que,

brutales como labios que aprendieron

 

la palabra y se niegan a decirla,

mi cuerpo ayer poblaron

dejando una memoria que va y viene

y nunca acaba de pasar.

La noche es una fría nave que ha zarpado.

Abandonada, oscura, ferviente ruina intensa,

dormita cadavérica la calle en su silencio,

cruelmente desierta. La noche es una fría

nave que ha zarpado, donde una luna negra

de crines desbocadas un cuerpo joven busca

y quiere helar su sangre con un cruel pinchazo.

La noche es una fría nave que naufraga en

tu frente atormentada, violento mar de escollos.

Tu cuerpo está vencido, arrojado como un trapo,

tirado en el camino. Anuncios luminosos

repiten las señales y a trozos te iluminan,

radiantes y orgullosos, y crean por lo tanto

en tu derrota inútil sombras sin saberlo.

Cachorro tú, indefenso, te dueles en el brazo,

te pinchas en los ojos porque hay una aduana

hipodérmica en el viaje que a trazar sin voluntad

el tiempo te ha obligado. Y tú singlas la noche,

tú crees navegar recodos que no existen,

y remas con tristeza hacia nunca fieles costas

donde arterias deshojadas supuran blanca sangre.

Esquivo hasta tu aliento de títere tirado y

te veo algo homicida, y me espanta tu valor

y agacho la cabeza por no encontrar tu rostro

que insulta, sin embargo: alfeñique miserable,

guiñol o marioneta caído de tus cuerdas,

grotesco maniquí, arlequín amargo,

payaso sin careta, triste prostituta

de maquillajes limpia, puzzle de ti mismo

sin manos ni silencios que ofrezcan soluciones

al vértigo del juego arriesgado de tu vida.

Absurdo montón de piezas eres.

El niño que camina y busca

el ignorado escaparate,

al margen corretea de presagios,

no sospecha que en la esquina

habrá un seco tiroteo, habrá un impacto,

una bala sin nombre y a dextrorsum

rebanando el aire como un grito

espeluznante a mil metros

por segundo

sin ganas, no obstante, de ir muy lejos,

dispuesta a detenerse, a descansar hastiada

en tus riñones cuando des

una última zancada de inocencia

sobre los dibujos de tiza en la calzada.

Papel quemado, se doblará tu cuerpo

y tu sonrisa adolescente pondrá un gesto,

no digo de dolor, sino de asombro,

la mueca

del que recuerda algo de repente...

Réquiem

 

 

Si fuera ayer la pena testimonio,

y unas alas sin cadenas tinta fueran,

escribirte un verso apenas luz sería,

mas tu sangre fue marcada

con dura la etiqueta

no ya por la hepatitis

B sino por SIDA y

tus ojos se hicieron como un charco

que niños sin cuidado, festivos, pisotean,

y las pecas de tus manos tiernas antes

te duelen cual cutánea micosis,

y las ingles se te hincharon en tan duros

ganglios que el cansancio fue testículo

y tu muerte

el más cruel testimonio de la vida.

qué ruina irreparable en el rincón

ajeno de las almas los gusanos

crecen y prosperan nacer vivir y todo

para ser una furtiva memoria ya pasada

La casa de la luz

 

 

Si ahora soy un tren apresurado

cargado de febriles intenciones,

pasajero de la urgencia y la alegría,

abordado por amores intangibles,

 

pronto seré un silbido sordo

perdiéndose a lo lejos, muerto al cabo,

sin más para dejaros que el olvido

en la niebla irremisible de mis versos...

 

Cuando al fin yo, que no estuve

nunca, deje de ser vuestras heridas,

no habrá más que una vegetal nostalgia

invocando el olvido a voz en grito.

 

Cuando al fin no esté no habrá

más que un rescoldo pronto frío, nada

más que una sombra ausencia,

hueco del que fui y que nunca he sido.

La noticia te llegó como si nada,

un día cualquiera carente de estandartes.

Descolgaste el teléfono y tu asombro

no pudo dar calor a la estadística

voz que abrió tu pecho inútilmente.

Y tú miraste el aire en cada esquina

volverse y silbar como si nada.

 

La noticia te llegó sin fuerza alguna,

dejándose caer como un ahorcado

lento, tú apenas dijiste: "¡vaya cosa!".

Pues el día aún era el mismo y casi

seguro que la tarde no traería

sorpresas ni lloviznas en las manos

ahogando tu esperanza ya sin fuerza alguna.

 

La noticia te dolió como un pinchazo

breve y puntual que pronto olvidas,

y enseguida comprendiste que así todo

sin cambios fluiría, sin violencia:

que no iba a haber un armisticio

ni el otoño, de repente, antes de tiempo

se precipitaría azul, como un pinchazo.

 

No, el otoño llegaría a su hora exacta

-esa hora que tú ya no verías-.

 

La prisa y, más aún, la urgencia

quiso arañarte las costillas

con un picor que fuera un "me arrepiento"

y un vértigo veloz por más vivir.

 

Pero no, pues aún eras tú mismo,

sin rostro, un hombre gris.

 

Tan sólo abandonaste -no hay dolor-

la boda, los proyectos y hasta el hijo

que nunca tu nombre llevaría,

el viaje no iniciado, la palabra

 

abierta en verso y alma. Sólo

torpes dejaste que fluyeran

sin fuerza ya los días y las horas,

las pocas horas, los escasos días

que el teléfono diagnosticó a tu vida

hasta que el cáncer de piel, tumor maligno,

te hubiera devorado sin remedio.

De repente, era otra la mañana.

Sábado como si lunes.

La luz no era la misma,

ni a sesenta minutos de existencia

podía llamar hora, sino prisa,

una prisa irrevocable, dura urgencia

por cobrar el cheque en blanco de la vida.

 

Tan sólo por hacer un gesto irónico

anécdota que fuera recordada,

miré la agenda y sonreí: proyectos.

Luego el listín de direcciones: cartas

ya no escritas, llamadas, sí, pendientes.

 

Decidí esperar y resignarme viendo,

en la pantalla azul de ordenador,

países, nombres extraños sin quererlo,

hombres que nunca había amado.

 

 

Pensé ser feliz como si nada;

o hacerme el amargado;

o fingir, falsa, la entereza,

callar y contener; sí, escuchar

algún mensaje; o darme a las pasiones

bajas; hacerme un ermitaño...

 

Nada hice , sin embargo. A mí me dije:

"Pasearé mirando aquella verja

por vez última preguntándo

me sin ganas lo que ya nunca sabré:

si mañana será un día de lluvia.

Saludaré, sin que ellos lo adivinen,

por postrera vez a los que pasan.

-Al cabo, ¡a quién le importa!-.

 

Alcanzaré el espejo

cuando la hora haya llegado,

y aún seré el mismo a este lado,

 

ojeroso y despeinado

el anticipo de un cadáver.

 

Crispará el corte mi rostro,

agarraré mi pecho hiriéndolo con uñas,

la carne vuelta al cielo ya,

blanda como el caos.

Lentamente me escurriré

de mí mismo y del espejo,

y cuando al fin huya por su marco

nada habrá pasado

sino que no seré yo mismo,

muerto, seré ya otra persona.

Terrible del silencio la tensión,

anida sin ternura en la desierta

región de tu memoria un solo ave.

Las hiedras de la niebla del olvido

furtivas por tus ojos han subido

y el musgo del no ser halla en la fría,

lacerante humedad de tus estancias

hogar donde crecer como el sargazo

que tus pies detiene hoy en la huella

exacta del paso que ayer dieras.

 

No hay pasado atrás sino un abismo

insondable donde el vértigo acelera

la muerte a cada instante, los segundos.

Al borde del aire se ha quebrado

el vaso de cristal de los recuerdos.

Tan sólo un precipicio ahora te queda

de oscuras sensaciones y misterios.

 

Empujado al porvenir sin más remedio

que forjar tu propia infancia,

te dejarás caer sobre la imagen

de ti desconocida en el recuerdo.

 

Eres tú, sin ser tú mismo, un hueco

de angustia y de humedad

que empapa el corazón de una agonía

sin nombre, sin pasado, sin recuerdo,

y como tú: sin realidad,

tan sólo con deseo.

.

Pequeña fue la muerte incómoda,

no ya porque detuvo el tráfico,

más bien porque era el término

finito de un sumatorio estúpido,

y de todos modos algo sólida,

eficaz como una dársena

que el mar detiene insólito

y nos deja [en un recóndito

resquicio de aire último

del existir tan sórdido

en que eres sólo lágrima,

ni apenas fueras náufrago,

mas resto, sombra, légamo]

huella de tristeza cálida,

la que en la mano el pájaro

de la inocencia te grabara tímido,

sólo para tú saberte efímero,

huidizo, fugaz cual rayo pálido

que un segundo alumbra y que ridículo

después desaparece del inhóspito

paisaje siempre que al vértigo

te empuja, tan intrépido,

y muerto, sin embargo.

Me aniquilo en tu ausencia de ojos tiernos

y desamparo el alma sin remedio.

Acribillo hasta la última esperanza,

arrojo los despojos

de mi cuerpo a un túnel

donde toda miseria halla consuelo,

igual, descanso, asolación y el devastado

sentimiento de mi muerte,

más triste aún, o más cruel

que habría llegado bruta, imprevisible,

la sórdida, la absurda, la mezquina

hora de mi vejez. La del derrumbe.

(A Coro)

 

 

Le vaciaron el cuerpo.

Un hueco solo, espeluznante, le dejaron;

tan solo que espantaba apenas verlo.

 

Cercenaron sus pechos y la fútil

calidez de su útero hubo

de quedarse -luna huérfana

del frío- sin hogar

donde crecer ni campo

donde presentar batalla última

o primera, cansada aunque dijera

'no', negándose a partir

a lado alguno con la voz

anegada en sucia sangre.

 

Las noches de mi cuarto cruzan fríos

espejos que tú una vez poblaras.

Mortifican aún tus ojos a los míos;

los míos buscan paz, los tuyos quieren

agarrarse aún sin fuerza ante nosotros

que sólo angustia vimos en tu esfuerzo.

 

Porque hicieron un hueco,

sabedlo, de su cuerpo,

un hueco solo, una extensión

desierta de la nada.

Ya no se ve el futuro, a dentelladas

el tiempo lo partió en diez mil olvidos.

Ya no se ve el futuro pues plantaron

un agrio rascacielos justo enfrente

del dulce porvenir, la dicha

gozosa, el horizonte y

sólo hierros retorcidos, sólo duras

extensiones de la ruina

salpican de agonía ese futuro

que ya no puedo ver, ciego he quedado y

tan solo siempre estoy

que me asusto de mí mismo y la desierta

región de la memoria que habré sido

si el espanto de inédito asesina

la huella que nunca dejará mi verso,

la calidez nonata de una mano

que guardó en silencio sus palabras.

Ayer tuve una fiebre extraordinaria;

mi cuerpo era un ovillo atormentado

que un gato imprevisible magulló.

Dentelladas en la frente me eran dadas

por brutas sinusitis que voraces

ponían malos sueños en mis ojos.

 

Tubos de vinilo recorrían

la blanca extensión tersa de la sábana.

El frío monitor cantaba

a exactos períodos invariables

el tic de mis latidos contundentes.

Hipodérmicamente el brazo herido,

drogado por el plasma y por el aire

que a bocanadas entra en mis pulmones

indefensos, inermes, obligados

a respirar sin más remedio.

 

Qué absurdo continuar este calvario,

forzado a andar, mas sin moverme,

con sólo la conciencia de los sueños

y breve la mirada a la enfermera

con ojos quietos e involuntaria-

mente abiertos, mudos, muertos.

 

Si al menos alcanzara con mi mano

el triste interruptor que me mantiene

en pie (sin dar batalla)

siguiendo una agonía tan grotesca

de pelele y marioneta por los hilos...

Si al menos alcanzara con mis dedos,

volvería el silencio, el sueño exacto

de la eutanásica oscuridad sin nombre,

y la paz de no saber ni haber memoria,

la de ser sólo un segundo

repetido hasta el espanto sin finales...

 

mas me estruja el cerebro mansamente

el eco puntual, meticuloso,

 

voraz que en alta voz repite

la asquerosa contundencia del latido,

la empecinada terquedad de mi existencia.

Cuando el cielo sea un charco

tan turbio que dé náuseas.

y haya un barrendero en cada esquina

afilando de miseria su güadaña,

aproando su barca de agonía...

 

qué quedará entonces

de aquella juventud postrera

cuando efervescente en uno crece

la prodigiosa idea

de la propia inconsistencia;

la meticulosa idea

de la erosión fatal del tiempo;

la bochornosa idea

final de cómo anegará

-de irremisible olvido un día-

la muerte nuestra frágil,

patética existencia.

Ahogado de sopor en un camino

letal donde las formas se alucinan,

colores se abigarran y mi rostro

empieza a derretirse en su sudor,

mis ojos de metilo ya consumen

el brillo azul, su espanto y el reflejo.

Mis manos terremoto pordioseras

tiritan y mi estómago de trapo

la angustia de mi boca en mueca horrible

retuerce o desfigura mi pasado.

 

 

Hay veces, muchas veces, que he bebido

la luna con su noche, un sólo trago

borracha mis presencias, hallo entonces

cerrando el porvenir, la plaza o calle,

cerrando el féretro imprevisto, amada

la imagen de mi ser desconocido.

 

 

Y a veces, muchas veces, lo derribo,

su muerte se me adentra por mi muerte,

su peso es mi materia y me derriba

andando un porvenir algo homicida.

Mi propia trayectoria, como un necio

de alcohólicos vapores invadido,

me finjo describir, mas llegan luego

-precisa lucidez de las mañanas-

resacas enigmáticas quebrando,

mi débil resistencia, mi cerebro

a exactos martillazos, las meninges

en bruma convirtiendo, y perforando

el tímpano imposible del parado.

 

 

Clara videncia al fin a mi alma llega

del alba en la elocuente niebla envuelta,

caótica y tan blanda que hace daño:

ya sé que hay algo o alguien que ha llevado

 

mi túrbida existencia por derrotas

perdidas sobre el mar de mi miseria.

 

 

Quizás fue el enemigo, el que mis pasos

detuvo, el que me okupa el porvenir

frustrado cuando, absurdo, creí que iba

trazando mi camino yo, el borracho

que eterno quiso ser, y que hoy caduco

descubre que no fue más que otro huésped.

Efímera es la ruina, intensa la miseria,

escombro el porvenir. Interino futuro:

deshilachan el cielo jets fugaces

y tú eres peregrino de ti mismo,

inconstante pasajero, agua voluble.

 

Cuando joven creíste con tu carne

dar vida a los objetos que tocabas.

Mas todo lo que amaste, sin dejarte

nada, huía. En ti creciendo fue la idea

de la muerte, tu propia fluidez,

la idea de que un día, igual que aquellos

que amaste y no pudiste retener,

partirías de ti en la inexorable

singladura al exilio de tu cuerpo,

cuerpo en pena y alma hecho periplo,

hégira, destierro, diáspora

sin fin, mar sin orilla y Odiseo

sin Calypso. Ahora, con la angustia

inevitable de los días

que han pasado sin remedio,

la boca encharcada en sangre, dices:

¡basta ya de escombros y de ruinas

intensas, de huesos y reliquias!,

¡basta de avalanchas y blasones

falsos, de derrumbes y sarcófagos!

 

Mas, todo entorno tuyo hastío,

nada le da tregua a tu crepúsculo

sin dioses, ni labios en la noche,

nadie, no, descansa tu pupila

de la demoledora vista siempre

de la muerte.

De repente el día

ya era otro,

porque el día era el transcurso

mimético, aburrido de las horas,

la vida un sumatorio gris de actos

teatrales inconclusos.

 

Porque no hay sino dolor. Queremos

a un compañero, a una mujer,

se hacen tan nuestros

que apenas distinguimos

espacios de aire entre la carne

común y enfebrecida y

 

de repente un día

ya es otro,

no aquel amor que dio fuerza a tu vida,

sino sólo un cuerpo inerte

que no podremos levantar, ponerlo

a andar, devolverle su calor

o el que nosotros pusimos en su vientre.

Me he sentado. He visto

la mañana, las azules

colinas. He cerrado

los ojos y aunque he visto

a dios

he muerto solo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

LOS GUERREROS DE TERRACOTA

 

 

 

 

 

A Elena, por/venir

 

The Last Frontier

 

 

Se extiende tras de mí el despojo

de la última frontera, apenas queda

helado septentrión para guiarme,

siete estrellas y el sol de medianoche.

Volver ya no es posible -nunca ha sido

posible regresar, lo sé, pero repito-,

volver ya no es posible, koyukuks

han seguido el rastro de mi sangre.

Si fuera razonable pararía, "no más

taiga", sentado en una roca

esperaría la llegada de la muerte. He

soportado el concienzudo

asedio del deseo en estos años

de silencio y abandono, hoy no

claudicaré, aunque hayan muerto todos,

los breves compañeros del marasmo

en que ha de convertirse esta aventura.

Después seréis eternos, camaradas, cuando al fin

os alcance bajo tierra y soportemos

unánimes y juntos

las lluvias que no disfrutaremos,

los orines que sobre el despojo del vencido

el enemigo deja siempre. Hoy no

claudicaré, aunque te haya, muerte,

tenido en mi camastro de campaña

todas estas noches nunca oscuras,

dejándome la tibia

huella de tu cuerpo.

Y el corazón se llena de silencio.

Pero no he de detenerme, ¿para qué?,

seguiré andando, aunque me vista

despacio y alargue las madrugadas lentas,

sepa que me alcanzará la muerte

agachado abrochándome, tal vez, esta polaina.

No me detendré, repugna al Capitán

[que en mi pecho habita todavía]

 

el cansancio, la desesperanza, la agonía

anticipadas. Llegue cuando llegue

la muerte -en brazos de una amante, en

las hachas de guerra de koyukuks, en

las garras del oso de los hielos, en

la grieta abierta, inesperada, en el glaciar-,

me alcanzará mirando al Norte,

andando, con una irónica sonrisa,

la que dice:

"no tengo prisa ya,

pero sí frío..."

La carga de Varsovia

 

 

Alcanzados ya los arrabales del Imperio

que habría de defender, como Alejandro,

detengo mi caballo en la colina,

el lento discurrir de esta imprevista

lluvia me devuelve mi pasado.

En el breve instante en que dispongo

mi alma para alcanzar la muerte,

pasan por mis ojos las hazañas

que tuve, inexorable, que llevar

a cabo como el otoño no

puede sino seguir siempre al verano.

La victoria en Pálamos diviso como

si no hubieran pasado cinco lustros,

la boda con Agranta, el nacimiento

del hijo que nada heredará

más que memoria, estatuas y tratados

de historia prestos al olvido.

Por mis ojos también pasa

la danza del regreso con las sienes

cubiertas de azahares y los lomos

de las caballerizas repletos de oro

y seda, vano triunfo que el que palpa

considera unánime y real. Mas no,

es otra la verdad, diversa y nunca

nadie podrá atraparla en mí,

y en mis pupilas quedará apresada ya

por dos mil siglos que aquí callo...

llego al último pasaje de mi vida,

es el presente, la llovizna me devuelve

a la derrota, veo el puente ardido,

la destrozada casamata, y una carga

imparable de enemigos que a mí vienen.

 

Al fin yo mismo me acompaño; en epitafio

apenas el colbac y la casaca

negra agujereada ya de aquel

 

que quiso un día ser dragón

de Brissac, o coraceros, y hoy

no fue sino el Húsar de la Muerte.

Hacia ella voy.

Giovanni Segantini. "Las Malas Madres". Oleo

 

 

¡Ay, si sólo fueras lienzo

y no el presente hastío

que en el vientre me duele como pena!

¡Ay, si sólo fueras aire,

aunque molesto, y no esos ojos,

esas manos de agua casi

que suplican tiernamente,

esos ojos que imploran sin saberlo

 

y acaso no son ojos sino lágrimas,

dos gotas de un ámbar tan puro

que mi mano no pueda dañarlas!

 

¡Ay, si tu silencio

palabra se volviera y pronunciases

seguro un porvenir

de claros días sin tristeza!

¡Si aquel hombre, uno cualquiera,

me jurara que en mi cuerpo,

enhiesto como hiedra, Luis Cernuda

arraiga y no un suicida absurdo, y no una copia

cruel, exacta de mí misma, y no un tirano,

y no un hombre extraviado en el asco de vivir

que yo he sufrido!

¡Ay, si tú pudieras no ser mío

estando en mis entrañas

y no llevar la herencia sórdida,

grotesca y anodina de mi sangre

sucia y rota!

 

¡Ay, si yo pudiera no escuchar

tan claro y contundente tu latido

dulcísimo, preciso, puntual y alborotado!

 

¡Qué fácil sería entonces despertar

después de un cruel pinchazo

 

y no sentir tu llanto en el silencio,

y no sentir dolor en tu anestesia,

y no sentir tu hueco sino alivio!

 

Y como quien arroja a un mar

de olvido y mezquindad un mal presagio,

una nostalgia

perdida para siempre,

un lento sueño que se desvanece,

no sufrir la dentellada

de un remordimiento breve,

pequeño, casi imperceptible,

exangüe como un cuerpo

que indefenso y vivo, sin embargo,

se arroja a la basura.

Ibsen. Los Espectros

 

 

En la blanca sorda habitación

espíritus sin nombre, mentes

que huyeron de la frente vuelan,

rebotan, se tambalean, dudan,

caen.

 

Un hombre, perdón, si quiera un trapo

que triste sobre el suelo ni respira,

fija sus ojos sin quererlo,

esos ojos de paja, en una esquina.

Atrás, en una cuna, hay un estorbo,

un guiñapo que da vueltas a los dedos

torpemente ensimismado,

que a veces calla horas como muerto

y a veces escupe unos bramidos

de puñal doliendo como partos.

Abajo, la columna mantenida

sobre el frío vapor de húmeda tierra

donde vueltas dan varios fantasmas

de sí mismos, nostalgias de un pasado

que fueron y ahora ignoran.

Dando vueltas con la mente en blanco

siempre en un sentido irrevocable,

desgastando un suelo que,

resurrecto Prometeo,

les crece cada noche y nunca acaba.

A un lado, babeante, con ojos boquiabiertos,

palpa otra marioneta los cristales

viendo en su nada dos senos de mujer.

Afuera el parque oscuro,

entre las ramas preso un sol opaco,

allí tú que aún sospechas

las taras que heredaste de tu padre

y miras en ti primaverar

todo un pasado agónico no tuyo.

Así en tu silla de ruedas (limitando

 

el mundo a un par de pasos necios)

estiras con torpeza el brazo hacia ese sol

que nunca alcanzarás...

... muerto de asco, de fastidio,

de hastío y soledad, mirando el cielo,

entreabierta la boca sin palabras,

mórbido, sin expresión el rostro,

abiertos los ojos, apagados,

desplomada la cruel masa del cuerpo,

distendidos, blandos, sin memoria

sus músculos y esa sonrisa

estúpida pidiendo el sol, el sol...

 

repitiendo estas palabras

sin sol, y sin sentido.

El desierto nos separa. Como un caos.

Somos náufragos que vagan sin salida,

gritándose y buscándose en la arena,

la confusión brutal de tanta arena.

 

Alguna vez se acercan nuestras voces

y creemos jubilosos que en la duna

que se viene estará el otro, y

de repente se alejan los sonidos

como se pierde un espejismo y sin remedio

se separan las mil sendas de la arena.

 

Uno, sin saberlo, ya camina

hacia la costa, el grácil mar,

la humedad litoral donde se encuentran

la salvación, la sombra y el descanso,

una mujer acaso, acaso un verso.

El otro camina dando tumbos,

imprevisibles círculos describe

hacia el desierto, hacia ese centro

mismo del desierto donde

nada hay más que arena y sed,

y viento y noche, silencio y extravío,

angustia y confusión.

 

Por ahora aún nuestra senda caminamos

gritándonos sin encontrarnos.

Apenas nos oímos y quizás

no esté lejano el día en que perdidos

en este gran desierto

que siempre nos separa,

se alejen por fin nuestros caminos

imprevisible, irremediablemente,

aunque sin penas, testigos,

cataclismos ni catástrofes.

 

Pero cuando ya casi no oigamos

- tras las altas dunas, las murallas

inexpugnables y de arena

 

de nuestros propios cuerpos -

la voz del otro, nos sintamos

solos y sin agua, cuando

sepamos que el camino

está ahí y hay que seguirlo...

 

aún ninguno

de los dos sabrá

si camina hacia la mar

o hacia el desierto...

(A J.M. Caballero Bonald)

 

 

Descrédito del Héroe

 

 

Los voluntarios van hacia la gloria

incierta de un futuro memorable,

un porvenir de rosas que se torna

al borde de la guerra en agonía.

Desfilan -marionetas tristes- juntos

los dos que antaño fueran cual veleros,

blanquísimos pañuelos de pureza.

El rostro aún no marchito, se sonríen

y heroicos en la lucha sueñan todavía.

 

Luego vendrá el sol anegando

con su ciego resplandor la sangre

y cualquiera a salvo cantará:

"han caído los dos, soldados y homicidas,

los que ayer fueran dos naves

que a la deriva surcaran la alegría,

y hoy tan sólo son dos muecas",

tan brutales que la muerte huyó asustada

dejando tras de sí un reguero acre

de llanto, y sangre, y nada.

 

Los voluntarios van, tan puros, a la muerte,

jóvenes promesas de un futuro ya quebrado.

Los voluntarios van, sin miedo, hacia la muerte

como si a un baile de disfraces fueran,

y tras la noche nada hubiera, no, cambiado.

Los voluntarios van -no vuelven- a la muerte

porque todos hoy son ya lo mismo:

ganadores, perdedores, bellos, feos,

héroes, cobardes, jóvenes o viejos,

tontos, listos, son una sola cosa:

idéntica expresión de lodo y tierra,

de polvo y de ceniza, y sombra, y nada.

A la común fosa del tiempo

tu cuerpo de animal veré herido caer.

 

Antes de que mueras ya tu sangre

será un coágulo violento y aun después

de que haya tu hálito quebrado

el silencio del último estertor,

se te oxidarán las células y harán

cortocircuito tus neuronas,

de orín crepitará el cabello,

astilladas te han de doler las venas,

las manos encharcadas en urea

y los ojos, antes siempre de tu fin,

amoníaco llorarán hacia el olvido.

 

Despojo tú serás, y pútrida presencia,

inane testimonio del fracaso.

... y tras la ruina, el caos

sórdido del tiempo y su miseria

estaba Dios.

 

Sentado y quizás un poco ausente,

sus ojos en la tierra devastada

como un inspector de hacienda tierno,

como un empresario en quiebra o suspensión

de pagos desolados, paisajes de la muerte,

o valles, cordilleras, cracks violentos,

o el desierto porvenir truncado,

las nulas esperanzas

de vida en la estadística.

También las extensiones

de muertos esteparios,

fríos muertos aún sangrando y tierra

apelmazada hasta el espanto

que deja sólo huella, o no,

tan sólo el aire, que es ceniza,

apenas humo o sombra, nada.

 

Por todas partes ojos bombardeados,

huérfanos y secos sin hogares,

ausentes de recuerdos y aun de olvidos,

corazones de napalm, carne de viernes,

el cielo enrojecido brutalmente,

el agua embalsamada y túnel todo,

hasta la noche oscura, y sin motivo,

o el náufrago esperpento de los niños

gritando que se ahogan

cuando hay una violenta

retirada de vencidos, una huida

precipitándose en desorden a la nada

cubiertos de derrota, de fatiga,

rehenes, prisioneros, detenidos,

maniatados a la muerte y a la sombra,

formando entre soldados o alaridos,

duros cascos y étnicas limpiezas,

fugitivos, traidores donde lucen

 

no previstas formas de agonía,

holocaustos silenciosos

de fuego y de metal, torturas,

caballos desbocados sin jinete en

poco literario apocalipsis,

 

sin éxodos, diásporas,

periplos, odiseas

para huir del bruto, del final

Suceso que no dará artículo a la prensa,

ni a satélites, corresponsales, vídeos

domésticos dará oportunidades,

pulitzers, vergüenza ni asco o tiempo

para captar, retransmitir

la ruina, el caos

sórdido del tiempo y su miseria

tras lo cual apenas habrá un hueco,

la asfixiante patria del vacío,

desapacible, el territorio de la nada.

La muerte juega

 

 

Ni habrá otra permanencia

que este verso vano y fútil

de transitoriedad herido,

ni la muerte

-desprovista de otros pasos-

dejará profundas huellas

que te inviten a volver;

 

Como esas estaciones

de tren abandonadas,

seducirá un día a los niños

marchitos brutamente,

sus cuerpos dos estigmas

largos serán, nunca alcanzadas

vías duendes que

-una vez

anidaron en tu pecho desconsuelos,

y lo poblaron de semillas

desoladas, muertas, tristes, rotas,

vencidas o desvencijadas

de angustia o agonía y,

por supuesto, espanto-

ya no te dejarán escapatoria.

No podrán llevarte a parte alguna,

no habrá puerta de emergencia, ni salida

no guardada por las armas

capaz de preservarte en la memoria.

Ya sé que escribes para nada,

para ser olvido antes de ser,

pues ser no vas a ser

sino olvido, no recuerdo

-no es cierto que perdure

lo que fundan los poetas.

 

Y es expandirse lo que importa, compartir.

Después llegará el día en que recojas

frutos rojos en países

y latitudes nunca holladas.

Verás tu nombre escrito con tus versos,

con tus mismos versos olvidados, ésos

que apenas ya recuerdas y que, lejos

de inmortal hacerte un día,

lo que te están haciendo es viejo.

La muerte ha secado tu boca con sus besos

como golpes, o cadalso improvisado, tú cayendo.

 

Rotundo luego hallé tu cuerpo hundido,

hundido entre las algas que tus ojos se llevaron,

hundido en un oscuro porvenir nunca antes visto,

hundido boca abajo meditabas, eternamente ya.

 

La muerte ha secado tus labios sin piedad,

subió, hiedra furtiva, por tus manos

y el vértigo se enamoró de tus arterias,

tomó tu aliento y lo quebró, y tú cayendo.

 

Tu edad de carrusel fue un sólo giro,

aquel donde la luz

desaparece y nunca hay risas

que anuncien -tú cayendo- "esto era un sueño",

sino apenas la exacta, valiente certidumbre

con que el latido deja al fin de ser la vida

y brinda al sol para que todo sea ya pasado.

Un hombre está diciendo adiós a tantas

cosas, que no cabrán en su sarcófago.

No impone disciplinas a sus gestos,

que no serán mañana, y sí pasado.

El sol que va poniéndose clausura

la absurda obstinación de algunos hechos:

 

 

la empecinada frescura de la noche,

la irreverencia de las ramas de árboles

cargados con los frutos del amor,

la insumisión de piel adolescente.

 

 

Pero el hombre va diciendo adiós.

Sus ojos no suplican, y ni lloran,

escépticos de asombro ante la huida

del tiempo por rendijas que en la carne

fue dejándole el amor. Tan sólo eso

nos da el amor: motivo al desaliento,

heridas invisibles por donde la muerte un día

clavará un cuchillo de premura.

 

 

Un hombre está callado adiós diciendo:

a un recodo que sólo a él responde

un guiño tal que nadie adivinara,

a un muchacho con tirantes y con prisa

que le recuerda su propia infancia absurda.

 

 

Con el gesto ridículo del héroe

o el verso sólo que el poema expolia,

así, diciendo adiós va el hombre abierto

por un canal de luz, no dolorosa,

altiva o blanca, sino tal vez de sucio

chorro enigmático de sangre coagulada.

 

Atónitos sus hijos creen que olvida

 

las cosas que suceden y los nombres,

pues ellos ven al padre en el paisaje

tangible de las horas que transcurren.

 

 

Mas otra es, sin embargo, ya su estancia,

y triste se detiene en los recuerdos

que son el territorio al que se ase.

Muy lentamente vienen dando vueltas

confusas que a mortales turbarían,

nunca al hombre que en línea recta vira

y aproa, al fin, la muerte sin consuelo,

sin paz, sin compañía, sin motivo.

Tu vida es un fracaso, es un reloj

que ahogando en la muñeca duele siempre

la esperanza, el respiro, la garganta.

 

La cama es mausoleo anticipado

que absurdo compartes con un cuerpo

yaciente, olvidado como mueble,

un cuerpo que a veces solicitas,

un cuerpo que a veces ni saludas.

 

La calle sin catástrofes recibe

agrio, impersonal, cada mañana

un caudal de sombras viejas donde fluyes

exacto y puntual día tras día.

Como un sombrero o un maniquí derramas

tu miseria en este río degradable.

Y luego en la oficina un tecleteo

agudo y prolongado sin descanso

te lleva por las horas sin memoria

a la agonía azul sin testimonio

donde rostros sin facciones

como tú

la deriva involuntaria y bruta singlan,

la de no ser uno mismo sino un bit,

impulso que va y viene, se acelera

para al fin en olas sucias sin color

a tu hogar volver por un sólo motivo:

el no saber por qué, ni cómo, o cuándo.

 

Y la escalera inamovible,

la puerta siempre igual,

la mesa quieta, idéntica o los días

que repiten horas muertas sin dolor.

Y actitudes que aprendiste en Internet

saludan al regreso al cuerpo hastiado

donde una vez bebiste de sus venas

indemnes, no marchitas, no polutas.

El televisor pondrá una mueca en ti,

en tus labios casi haciendo una sonrisa

 

tras la cual dormirás sin preocuparte

sin resignación, ni estímulo, ni herida.

 

Y así durante años que olvidaste,

y la guitarra del polvo fuera pasto,

y los poemas de olvido se exiliaran

y todo fue miseria hasta la hora

 

en que yacerás por fin sin intermedio

el largo accidente, dios, que fue tu vida.

 

 

 

“Los Héroes Fatales” es una edición de poemas de Libros de Letras que comienza en el número 0 y llega hasta el presente:

 

 

 

 

 

 

 

Libros de Letras considera viva la poesía y no cree cerradas las obras hasta la muerte de sus autores. Queda por tanto “Los Héroes Fatales” abierto en la sucesiva realización de los ejemplares a los cambios que Jaime Alejandre quiera crear antes de desaparecer.

 

Libros de Letras, por su parte, se compromete a continuar la reproducción de la última escritura de los poemas mientras existan lectores y tiempo. Mientras exista el lenguaje.

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